Maria Fischer
Roma- Vaticano
Recuerdo el diálogo del domingo pasado que tuve con un sacerdote amigo del Secretariado de Estado del Vaticano. Recuerdo como él, con admiración sincera, me comentó acerca de un tema de la rueda de prensa de Francisco en el avión, cuando regresaba de su visita a Sarajevo. "¡Está tan cerca de la vida real!", me dijo. "Tan cerca de la vida real de las familias. Debe tener un contacto muy cercano con padres y madres de familia… Conoce los desafíos reales de las familias". Recuerdo esto en la plaza de San Pedro hoy, miércoles 10 de junio, mientras el Santo Padre habla sobre la familia y la vida real, mencionando "un aspecto muy común en la vida de nuestras familias: el de la enfermedad". Y recuerdo al Padre José Kentenich que tantas veces dijo a sacerdotes y Hermanas de María que no hablaran tanto de heroísmo cuando algún ruido en la noche les quitaba algo de sueño, recordándoles a las madres y los padres de familia que se turnan noche tras noche para cuidar a un niño enfermo como lo más natural del mundo. Recuerdo esto cuando escucho decir a Francisco: "¡Cuántas veces vemos llegar al trabajo a un hombre, a una mujer con la cara cansada, con fatiga, y cuando se le pegunta '¿qué pasa?', responde: 'he dormido sólo dos horas porque en casa nos turnamos para estar cerca del niño, de la niña, del enfermo, del abuelo, de la abuela'! Y la jornada prosigue con el trabajo. ¡Estas cosas son heroicas, son la heroicidad de las familias! Esas heroicidades escondidas que se realizan con ternura y con valentía, cuando en casa hay alguien que está enfermo".
Desde las cuatro de la mañana para ver a Francisco
Horas antes de la audiencia ya hay peregrinos en la Plaza de San Pedro, esperando bajo el sol inclemente del verano de Roma. Algunos están desde las cuatro de la mañana, para encontrar un buen lugar desde donde haya alguna posibilidad de ver de cerca de Francisco, para saludarlo, mostrarle sus pancartas y banderas y antes de nada, sus niños. Expectativas, alegría, curiosidad. Algunos rezan mientras pasan las horas de espera. Todos transpiran a mares, ¡también los novios con sus trajes de bodas y los cardenales y obispos en el "sacrato"!
¡Viene el Papa! Toda la plaza se une en un solo movimiento, se levantan banderas, niños, las infaltables cámaras y tabletas. Una niña de apenas tres años, en brazos de sus padres, agita las manos y grita: ¡upa, querido Papa!… y cuando el Papa Francisco pasa mirando a la gente del otro lado, la pequeña llora y llora… Uno de los hombres de la seguridad que acompañan a Francisco le dice algo. Al volver, 20 minutos más tarde y después de cientos de encuentros, Francisco mira a la pequeña – que aún llora sin consuelo – y a sus padres, y también a todos los que estamos en torno a ellos con una ternura tan grande, que no es solo la niña la que llora… Lo que sucede después, cuando la pequeña está en brazos de Francisco, es una súbita transformación del llanto a pura felicidad y un brillo increíble en los ojos hinchados de tanto llorar. "Así me imagino volver al Padre en cielo", dice un sacerdote. "El va a secar todas las lagrimas…"
Y mientras el Papa Francisco bendice mi pañuelo de Dequení (si, amigos de Dequení, misión cumplida), pido la bendición para todos los niños de Dequení, para todos los niños en nuestras cien casas, en la cárcel de menores y para todos nuestros proyectos que incluyen a la infancia… Que seamos, con nuestro compromiso con ellos, un poco como el Papa Francisco para esta niña: que logremos transformar, al menos un poco, el llanto de tantos niños en sonrisas…
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