martes, 27 de enero de 2015

Texto completo del Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2015 « Fortalezcan sus corazones » (St 5,8)

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un « tiempo de gracia » (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado  antes: « Nosotros amemos a Dios porque él nos amó  primero »  (1 Jn4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen … Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.

Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme  en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.  La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es  una tentación real también para los cristianos. Por  eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de  los profetas que levantan su voz y nos despiertan. Dios no es indiferente al mundo, sino que lo  ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación  de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios,  se  abre  definitivamente  la  puerta  entre  Dios  y  el  hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es  como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de  los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa  por la caridad (cfr. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo  tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a  través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo  en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe  sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida. El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad  de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. 


Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.

1.  « Si un miembro sufre, todos sufren con él »  (1 Co12,26)– La Iglesia

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón  mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece  la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su  testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar  lo que antes se ha experimentado. El cristiano es  aquel que permite que Dios lo revista de su bondad  y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar  a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.  Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el  rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que  Jesús le lavase los pies, pero después entendió que  Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio  sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar  los pies por Cristo. Sólo éstos tienen « parte » con  Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.

La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él.  Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios  y cuando recibimos los sacramentos, en particular  la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar  para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de  Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es  indiferente hacia los demás. « Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado,  todos se alegran con él » (1 Co12,26). 
La Iglesia es communio sanctorumporque en  ella participan los santos, pero a su vez porque es  comunión de cosas santas: el amor de Dios que se  nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos  está también la respuesta de cuantos se dejan tocar  por ese amor. En esta comunión de los santos y en  esta participación en las cosas santas, nadie posee  sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para  todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos,  por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo  con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos  rezamos a Dios para que todos nos abramos a su  obra de salvación.

2. « ¿Dónde está tu hermano? » (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal  es necesario traducirlo en la vida de las parroquias  y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se  tiene la experiencia de que formamos parte de un  solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte  lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada?  (cfr. Lc16,19-31).

Para  recibir  y  hacer  fructificar  plenamente  lo  que Dios nos da es preciso superar los confines de  la Iglesia visible en dos direcciones. En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se  instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que  encontraron su plenitud en Dios, formamos parte  de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia.

La Iglesia del cielo no es triunfante porque  ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y  goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección  de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia,  la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos  caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la  victoria del amor crucificado no es plena mientras  haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima:  « Cuento mucho con no permanecer inactiva en el  cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia  y para las almas » (Carta254, 14 julio 1897).

También nosotros participamos de los méritos y  de la alegría de los santos, así como ellos participan  de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado  es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón. Por otra parte, toda comunidad cristiana está  llamada a cruzar el umbral que la pone en relación  con la sociedad que la rodea, con los pobres y los  alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no  debe quedarse replegada en sí misma, sino que es  enviada a todos los hombres.

Esta misión es el testimonio paciente de Aquel  que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al  Padre. La misión es lo que el amor no puede callar.  La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la  lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra  (cfr. Hch1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo  murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y  para toda la humanidad. Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo  que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia,  en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.

3. « Fortalezcan sus  corazones »  (St 5,8)– La persona creyente

También como individuos tenemos la tentación  de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e  imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento  humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra  incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer  para no dejarnos absorber por esta espiral de horror  y de impotencia?

En primer lugar, podemos orar en la comunión  de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la  fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre  en toda la Iglesia —también a nivel diocesano— en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta  necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos  de caridad, llegando tanto a las personas cercanas  como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es  un tiempo propicio para mostrar interés por el otro,  con un signo concreto, aunque sea pequeño, de  nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi  vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos.  Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva  el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación  diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.

Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31). Tener un  corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita  un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero  abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar  por el Espíritu y guiar por los caminos del amor  que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias  pobrezas y lo da todo por el otro.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo  orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: « Fac  cor nostrum secundum Cor tuum »:  « Haz nuestro  corazón semejante al tuyo » (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo  tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí  mismo y no caiga en el vértigo de la globalización  de la indiferencia.

Con este deseo, aseguro mi oración para que  todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido  que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la  Virgen los guarde».

Vaticano, 4 de octubre de 2014 Fiesta de san Francisco de Asís
(Fuente: Medios del Vaticano)