El camino a recorrer es, en apariencia, cortísimo, como de unos dos metros. Pero es, en realidad, largo y laborioso. Se trata de partir desde la propia cabeza para terminar a los pies de los demás. Para completar semejante recorrido no alcanzan los cuarenta días que van de un miércoles de ceniza a un jueves santo. Se necesita toda una vida, de la cual la Cuaresma no es otra cosa que una representación a escala.
Arrepentimiento y servicio. Las dos grandes homilías que la Madre Iglesia encomienda a la ceniza y al agua, más que a las palabras que les harán compañía. No hay creyente que no se vea seducido por la fascinación de estos dos homilías. Todas las demás, por sublimes que sean los púlpitos que las pronuncien, se olvidan. Estas no se olvidan por que hablan a través de símbolos, lenguaje que no se sustituye tan fácilmente.
Resulta difícil sustraerse al impacto de esa ceniza. Aunque levísima, golpea sobre nuestras cabezas con la violencia de una fuerte granizada, transformando en martillazo aquella requisitoria,- al fin y al cabo, la única que cuenta -, "¡conviértete y cree en el Evangelio!" Lástima que no todos seguimos las indicaciones de la Madre Iglesia que pide que la ceniza provenga de los ramos de olivo bendecidos el anterior domingo de Ramos.
Nuestra madre lo pide desde su sabiduría forjada a través de siglos; el objetivo es el de lograr se hagan concretos los caminos de conversión a recorrer, en el compromiso por la paz y la justicia, en la aceptación de Cristo como único Señor que al entrar en nuestras vidas despierta la nostalgia de entrar,- ¡con, por y en él -, en Jerusalén, la ciudad de Dios....
Nuestra madre lo pide desde su sabiduría forjada a través de siglos; el objetivo es el de lograr se hagan concretos los caminos de conversión a recorrer, en el compromiso por la paz y la justicia, en la aceptación de Cristo como único Señor que al entrar en nuestras vidas despierta la nostalgia de entrar,- ¡con, por y en él -, en Jerusalén, la ciudad de Dios....
De todos modos, aquel "champú a la ceniza", permanece indeleble en nosotros, mucho más allá de la mañana siguiente en la que descubres sobre tu almohada unas manchas negras que por un segundo despiertan la sospecha de que la costra de tus pecados ha empezado a desprenderse...
Lo mismo podemos afirmar del agua derramada sobre nuestros pies, también ella permanece indeleble. Es la homilía más antigua para muchos. De niños la hemos "escuchado con los ojos", cuando asombrados, nos abríamos paso para llegar hasta la primera fila y desde allí espiar de cerquita las emociones de los doce elegidos. Un sermón, el del jueves santo, constituido por doce frases idénticas, nada monótonas. Ricas en ternura, aunque articulada cada una de igual manera. Sin retórica alguna, repitiendo, una y otra vez, el mismo ritual: el ofertorio de un pie, la jarra que se inclina sobre él, el aletear de una toalla, todo sellado con un beso.
Extraña homilía, pronunciada sin palabras, de rodillas ante doce representantes de la fragilidad y la pobreza humanas. ¡Extraño espectáculo el de un cura, obispo, o Papa, al que nuestra memoria sólo recordaba haber visto arrodillado ante hostias consagradas!
¿Ilusión, espejismo? ¿Error provocado por el cansancio o símbolo a favor de quienes velan, esperando contra toda esperanza, mirando al Resucitado, atisbando a Cristo Jesús? ¿Apenas una paradoja más en un jueves santo ya lleno de paradojas o protocolo a cumplir escrupulosamente día a día?
Emprendamos el viaje, la aventura de la cuarentena pascual, puente colgante, suspendido entre las orillas de la ceniza y el agua. La ceniza queme nuestras cabezas como si acabara de surgir del cráter de un volcán. Para apagar semejante quemazón pongámonos rápidamente a buscar el agüita a derramar... sobre los pies de los demás.
Arrepentimiento y servicio: medios obligados sobre los cuales deslizarse en el camino de pródigos retornando a casa.
Ceniza y agua, ingredientes primordiales de toda muda de ropa que fuera a ser lavada en tiempos de nuestras bisabuelas, antes que los artificios humanos crearan jabones y detergentes "mágicos" . Pero, sobre todo, ingredientes primordiales de toda conversión plena,- ¡de la cabeza a los pies! -, que suspira por el gratuito y vivificante don de la Pascua.
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