Queridos hermanos y hermanas, en el pasado mes de junio, en nuestro Santuario hemos vivido experiencias de inolvidable valor. Con Corpus Cristi se renueva en cada uno de nosotros el llamado a la obediencia, a la caridad, a la paz, a la conversión, virtudes que cada día asumió nuestro Padre Fundador.
El Papa Francisco nos dice que en el Evangelio encontramos el relato de la institución de la Eucaristía, cumplida por Jesús durante la Última Cena, en el cenáculo de Jerusalén. La víspera de su muerte redentora sobre la cruz, Él realizó aquello que había anunciado: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo… El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,51.56), así dijo el Señor. Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo» (Mc 14,22). Con este gesto y con estas palabras, Él asigna al pan una función que no es más aquella del simple nutrimento físico, sino aquella de hacer presente a su Persona en medio de la comunidad de los creyentes.
La Última Cena representa el punto de llegada de toda la vida de Cristo. No es solamente anticipación de su sacrificio que se cumplirá sobre la cruz, sino también síntesis de una existencia ofrecida para la salvación de la humanidad entera. Por lo tanto, no basta afirmar que en la Eucarística está presente Jesús, sino que se debe ver en ella la presencia de una vida donada y de ella tomar parte. Cuando tomamos y comemos aquel Pan, nosotros venimos asociados a la vida de Jesús, entramos en comunión con Él. Nos comprometemos en realizar la comunión entre nosotros, a transformar nuestra vida en don, sobre todo a los más pobres.
La fiesta de Corpus Cristi, igual que en la Santa Misa de hoy, evocamos este mensaje solidario y nos empuja a recibir la íntima invitación a la conversión y al servicio, al amor y al perdón. Nos estimula a convertirnos, con la vida, en imitadores de aquello que celebramos en la liturgia. El Cristo, que nos nutre bajo las especies consagradas del pan y del vino, es el mismo que nos sale al encuentro en los eventos cotidianos; está en el pobre que extiende la mano, está en el sufriente que implora ayuda, está en el hermano que pide nuestra disponibilidad y espera nuestra acogida. Está en el niño que no sabe nada de Jesús, de la salvación, que no tiene fe. Está en todo ser humano, también en el más pequeño e indefenso.
La Eucaristía, fuente de amor para la vida de la Iglesia, es escuela de caridad y de solidaridad. Quien se nutre del Pan de Cristo no puede permanecer indiferente ante aquellos que no tienen el pan cotidiano. Y hoy – lo sabemos- es un problema cada vez más grave.
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